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MUSICAS DE ROMA

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(c) Foto Grupo Confutatis

Músicas de Roma

 

 

Con una ligera brisa canicular volvimos en ferragosto, en esos días en que Roma parece evocar la música de Nino Rota para mayor gloria de Fellini, cuando via Veneto parece recordar los días de Excelsior y Cinzano. Las calles depuran la vista del turismo y arrecian esas chicharras aventinas, que advierten al visitante de la osadía de patearlas, pero el Foro, impertérrito, resiste arcano cualquier envite. Las fuentes alegran con el chisporroteo que tanto gustaba a Adriano, el camino hasta la Conciliación. Tosca reverbera tras los  toscos muros de Sant Angelo, y resuena el eco Tiberino de un eterno Te Deum.

 

Corso y Condotti, que nos dirigen a Spagna, evocan al últimamente ultrajado Carosone, para hacernos recordar al ubicuo Ripley, al que el Minghella, situaba frente a la American Express. Allí cerca, Keats, antes de subir la escalera a Trinitá podía deleitarse con la sonora música de un Ángelus en el atardecer de su vida romántica. Como aquellos afortunados del Grand Tour, que pisaban Navona para evocar los ecos del viejo circo, con sus músicas eternas que alentaban a Domiciano y sus fastos, con el canturreo de algún tartufo que pretende vivir cada minuto como si fuera el último, a fuerza de pisar las piedras que habría clasificado Goethe en una teoría de mil colores. Hay quienes lloran al recordar la música de su primera infancia en las tardes ocres que recuerdan a Amicis, que parecen tener causa en el Panteón, que todo lo absorbe, con su abrumadora ironía, resistente a las músicas cristianas en su esencia pagana.

 

Hay quien asegura que en las tardes más serenas, cerca de la via del Pellegrino, se puede oír el Miserere de Alegri, que Mozart guardó en su cabeza, y también se puede asegurar, sin duda alguna, que nadie pronuncia “Civitavecchia” como Clara.

 

Última actualización el Martes, 28 de Septiembre de 2010 16:07  

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 Los hermanos Giacometti. James Lord. Ed Elba

 La editorial Elba posee el gusto de la elegancia en sus ediciones, con títulos como el que traemos hoy a Confutatis. La figura de James Lord, controvertida en ocasiones, es esencial en el entendimiento de la cara oculta del comercio artístico. El encuentro de Lord con Giacometti en 1952 le une al genial artista hasta el final de su vida. El contacto somero al principio se va llenando de sinceridad hasta dotar la relación de mil intrincados matices. La obra de Lord es una semblanza no solo de Alberto sino también de esa otra figura esencial en la vida de genio: su hermano Diego.  

Giacometti es caos y cosmos, arte y destrucción, todo y nada dentro de un nihilismo que la hace dar el salto aristocrático que implica siempre abrazar la desnudez del fracaso. No busca el éxito, y tampoco lo entiende, no cree en él, ni tampoco en la compañía en el arte. Alberto se centra en la creación, y en la soledad. Lord se convierte en testigo de la creación, de las dudas y las certezas de Alberto sobre la vida y la muerte. Giacometti trata de no discernir entre el arte y su comprensión, se deja llevar si esperar jamás el éxito, su mirada disecciona la realidad hasta crear un arte fácilmente reconocible, único, imperecedero. Lord entresaca los matices de la obra del genio, y con espíritu hagiográfico trata de mostrar la versión de una vida que revolucionó para siempre la historia del arte moderno.