El arte y solo el arte. Eso es lo único importante. Sobra todo lo demás. No se debe perder ni un minuto en todo aquello que no sea arte. Esa es la esencia. Así será mi vida. Diaghilev miraba por la ventana. Se veía el frio atroz. El frío puede verse, como puede verse el alma, como puede verse el arte y todas aquellas cosas que la gente vulgar siempre nos ha dicho que no pueden verse. Diaghilev empezaba a tenerlo claro. Tras la débil luz que iluminaba la calle, tras las hogueras que decoraban las esquinas en un rito de vida, tras el hielo negro, está el arte.
El arte como concepto se vacía a sí mismo en un horror vacui que nos puede instalar en el vértigo hacia un abismo insondable y oscuro. El arte debe hacerse carne, como hizo Dios. La encarnación del arte es uno de los misterios de la vida. El arte escoge a seres sublimes, a seres que no pueden defraudar la esencia de la belleza. La belleza puede serlo todo. Diaghilev descubre la belleza, descubre a un ser que la encarna, un elegido, un hombre ungido que lo arrebata en un rubor febril del que ya no podrá liberarse.