Músicas que vienen del Aventino, como el color de esas chicharras que ya empiezan a decorar el universo sonoro del viejo foro. El niño Otto pasea por las calles del Trastevere escuchando los sonidos milenarios de un vendedor ambulante que quiso ser tartufo para sonreírle a esa siciliana que le recordaba a Sofía. Otto se fija en todo, en las sandías abiertas de aspecto eterno y sabor insípido, en las voces de reclamo de aquel niño, que pudo haber sido él, a quien algún artista de renombre le compró un periódico. Paseaba por las callejuelas estrechas, que ocultaban el Panteón, y se hacía con las imágenes de las visitantes sajonas que descongestionaban el rubor de sus mejillas con esos helados inmensos que le recordaban que ya era verano. Luego las fuentes que le salían al paso, las fuentes que siempre han refrescado al visitante, fuentes que aparecen cuando se las necesita, pero que se ocultan entre un marasmo de florecillas tempranas, o en los recovecos de piedras arcanas que vieron apoyarse a Shelley.