La forma más excelsa de música, la música elevada que contribuye al solaz de alma. El hombre crea deidades, dicen los escépticos, para aliviarse de la pesada carga de la existencia. El saberse solo recluye al hombre en una conmiseración que le impide dotarse de la fuerza necesaria para seguir viviendo. La divinidad, el Otro, el Ser Supremo supone sentirse amparado en el abismo de la vida, alguien está ahí, encima, alguien cuyo mayor no se puede pensar, que decían los escolásticos (id quod maius cogitare non potest). Concebida pues la existencia como una deuda de gratitud hacia quien la crea, el arte debe consagrarse al pago de ese débito. Primero la música, la forma más honda de arte, pues implica la pervivencia de lo creado sin que los avatares del tiempo dejen su indeleble huella destructiva. La perdurabilidad como presupuesto del arte eterno al servicio de una superioridad mayestática a quien todo debemos, según nos fue dicho.
Los primeros cantos monódicos como señalamiento y tránsito de horas en los refugios monacales de la cristiandad. Claustros henchidos de soledad y gozo que ven interrumpido el rítmico compás del agua de la fuente del patio, con los cantos de vísperas que resultan señalados en el antifonario. La vida que va pasando intramuros bajo tosco sayal, con la muerte siempre presente; –memento mori- recuerda que eres mortal y un día la tierra que trabajas albergará tu frío cuerpo. El medievo oscuro, iluminado sólo por el canto elevado de los monasterios, depositarios del saber arcano, de la lux aeterna.
Luego, el renacer del arte que todo lo ilumina, composiciones para honrar al Creador en pugna con las deidades paganas de la Grecia y Roma clásicas. Los cánones de belleza idealizada que han sido moldeados en mármol del Pentélico, contra la divinidad sobrecogedora y fieramente humana de La Piedad. Desprez y Palestrina, Frescobaldi y Monteverdi, para llevar el mensaje a Bach, que lo entiende y se sabe depositario de una misión eterna.
La belleza barroca de los cantos al Sumo Hacedor, hacen olvidar el daño que el protestantismo hizo al arte. El arte odia a Calvino como Calvino odia a todo. El destino lo recluye en la miseria de su espíritu confinándolo en la decrepitud de su alma podrida.
Luego llegará Haydn. En Las siete palabras de Cristo en la Cruz, que albergan el eco de la Santa Cueva gaditana, Haydn marca el tránsito de la música sacra humanizándola, recomponiendo el ideario evolutivo de la sacralización musical. El Creador adopta un segundo plano, la magnificencia de la Creación cede en pos del mensaje del Hijo del Hombre. Nos rendimos al Crucificado, a la única deidad que sufrió más que los hombres que la adoran. El único dios que pendía muerto de las paredes de Auschwitz, lo que sirvió a Edith Stein para aunar religión y filosofía en una mezcla de aceite y agua. La cruz como símbolo y como filosofía de la sacralización del sufrimiento. La música no quiere al nazareno, como en la saeta de Machado, la música se encarna en el Hombre.
Mozart trató de agradecer sus dones con una música sublime. A pesar de haberse anclado en los cimientos del librepensamiento, su concepción de la vida no estaba exenta de una religiosidad que impregna su obra. Para él, la música religiosa era una justa retribución al Gran Arquitecto Universal, al que se puede llamar como uno quiera llamarlo. La música como expresión máxima del sentimiento sincero crea formas de arte sublimes que emocionan permanentemente, que no están al servicio de un credo porque han devenido en formas de arte autónomas del sentimiento que las motivó, aunque no sea recomendable tratar de observarlas desde la laicidad, en lo que implica en sí, una contradicción en los términos.
Desde San Juan de Letrán, a la última iglesia de la cristiandad; desde tiempo inmemorial hasta el presente, aquí y ahora, todos los días de la historia en todas las mañanas del mundo, alguien, ha entonado un Ave verum corpus De Maria Virgine, Vere passum, immolatum In cruce pro homine ...