FOTO Liver right (c) Richard Pasley
La esencia de Glass, homenajeado por la ONE en su Carta Blanca merece cierta reflexión acerca de la figura del compositor de Baltimore que es uno de los pilares sobre los que se ha edificado la estructura de la música minimalista, y post minimalista en la actualidad. Conocida es la historia de Glass, hombre medio de inquietudes intelectuales de origen judío, como tantas otras; estudioso de matemáticas y filosofía, que pronto sintió la necesidad de componer y plasmar en el pentagrama la nebulosa de pensamientos que matizaban sus ideas sobre la vida.
No es fácil abrirse paso en esa América depositaria de sueños arcanos que tanto se nos ha vendido en el cine, esa vida metropolitana, ciudadana e incívica, salvaje, en ese turbulento periodo en el que Glass se peleaba contra la vida con fiereza arreglando electrodomésticos o trabajando de taxista en la época en que se estrenó Taxi Driver.
Glass recibe influencias, las macera y las pasa por un tamiz que genera una música difícil al principio, severamente criticada. La novedad es siempre convulsa, siempre crea duda, y ésa sólo puede despejarse cuando el concepto estético cuaja y crea poso lo suficientemente asentado como para concebir lo nuevo como algo natural.
Glass se marcha a la India. Se busca y parece que se encuentra como suele ser natural en ese tipo de viajes iniciáticos en los que uno lleva la iniciativa en la mochila, para no permitirse dejar de cargar sobre la propia espalda el peso del mundo. La India, el budismo abrazado, siempre se deja abrazar el budismo como una secuencia lógica de constituirse en la religión de quienes no pretenden tener ninguna. Las estéticas del budismo ayudan a Glass, como lo han hecho con mucha otra gente. El romanticismo de una causa difícil, el Tíbet, la mística de los ritos lejanos, el sereno poder de las cumbres eternas, y los ritmos miméticos y monótonos que como mantras musicales reverdecen en la psique hasta lograr evadirse como hace el giróvago. El contacto con Ravi Shankar le enriquece e ilustra en el noble arte de la monotonía, esa cadencia sonora repetitiva, que pareciera hundir su raíz en el barroco europeo sin tenerla, para desprender el ornamento y quedar desnudo y vacío, como debe sentirse uno allí, en lo alto del Makalu. Glass se prodiga en formatos diversos, conciertos de piano, música de cámara, óperas y se erige como un gran embajador de la melodía secuencial en el último tercio del pasado siglo bajo el exitoso formato de banda sonora. Ahí encuentra Glass el método, el modo efectivo de llegar a un público que usualmente no suele entregarse a las vanguardias. La banda sonora, es para él como lo es para Yared, Nyman, Eno, o Richter, la forma más fácil y sincera de llegar al público. Glass borda el arte en la banda sonora, crea partituras inigualables y fácilmente recordables, -Las Horas es un hito- en este género musical que es un remedo del viejo encargo con el que se llamaba a la puerta de Mozart, Beethoven, Haydn y tantos en el XVIII.
Glass es uno de esos compositores a los que la música debe la regeneración, la novedad, el tour de force que permite la evolución. Hay hermosas músicas que preceden a modelos, que anteceden a las secuencias lógicas de la evolución, que sólo al enmarcarse en un proceso adquieren carta de naturaleza, pero en ocasiones se nos olvida, que en el otro lado del concepto se encuentra la mera esencia del arte, que es la belleza, Glass nos ayudada a buscarla.