West coast
Daniel López Fidalgo Surgiendo como una criatura híbrida en las cálidas noches californianas, creando el ambiente relajante con el que hacer ver que el amanecer del día siguiente está a sólo un par de horas de aquí, el sonido west coast se apoderó del jazz de forma paulatina, como no queriendo molestar a quienes desde Nueva York insistían en el hard bop como credo único e incontestable. La otra América, esa que no madruga ni coge el metro, esa que no tiene encendidas las luces de los rascacielos toda la noche, esa que no lleva bajo el brazo el Wall Street Journal, necesita su jazz, su propio modo de reivindicar que no tienen prisa, que la noche empieza justo después de la primera copa.No gozó de buena prensa, ni tampoco da la sensación que la pretendiera, los críticos empezaron siendo feroces, algo despiadados, ya que el epicentro de su negocio parecía moverse y dejar tras de sí una nueva estela que había que seguir. Pero algo estaba cambiando, realmente todo estaba cambiando. Una nueva bipolaridad. Dejando atrás la dialéctica norte-sur que motivó esos primeros cantos de jazz de la raza negra, curiosamente la nueva reestructuración geográfica este-oeste crea un jazz de blancos, un jazz de ocio que acabó siendo un negocio generando una gigantesca cantidad de nuevos sonidos que vaticinaban un nuevo orden. Toda esa suerte de ociosos que dilapidaban sus fortunas al sol paseando en esos descapotables horteras que luego han servido para darle encanto a La Habana, se movían al ritmo de un sonido que huía de la conmoción traumática de un jazz con prisa. Primero, con Big Bands casi excesivas el Oeste ataca, después, como para despistar, grupos que surgen cada mañana con nuevas combinaciones de instrumentos poco vistos en el jazz: las tubas, los oboes y las trompas se hacen un hueco. La Pacific, esa discográfica con nombre ferroviario, es la guarida de la multitud de nuevas formas que sientan las bases de una fusión duradera. Realmente no da abasto para poder publicar todo lo que se crea, hasta el punto de haberse perdido en la actualidad buena parte de los archivos sonoros de la época. Ese sonido, puramente vacacional, invita al “dolce far niente”, parece narcotizar el espíritu y anestesiar toda sinapsis, pide algo frío -lo que sea- divisar una ciudad iluminada desde lo alto de cualquier colina, conducir por una carretera sinuosa al borde del mar con una mujer absolutamente desconocida al lado, llamar al servicio de habitaciones mientras se pierde la mirada en el febril brillo de una piscina con forma de riñón, moderadamente iluminada.